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Mundos íntimos. Para mi papá, ex jugador de Tigre, la vida se puede entender como un infinito partido de fútbol

Nunca lo confesé hasta ahora: yo, fanática del matador de Victoria, fui nueve años hincha de Boca. Al menos eso respondía los primeros años de la primaria cuando me preguntaban de qué cuadro era, por influencia de mi mamá y porque ganaba seguido. Mentía. No lo veía jugar, no vestía los colores, no sabía cómo formaba el equipo. Pero sí me gustaba el fútbol, analizar tácticamente el desempeño de la Selección. Aunque no entendía bien por qué.

En la casa de mi infancia, el fútbol era una música de fondo. Mi papá, Juan Carlos Camaño, miraba muchos partidos, pero no se asumía de ningún cuadro. Para todo tenía una metáfora deportiva: había que concentrarse para rendir una prueba como si fuese una final; mi promedio escolar era como los puntos de la tabla de posiciones; ser abanderada, la copa. Ese universo de referencias venía de algún lugar lejano, más íntimo, que yo desconocía.

Diego Maradona junto a jugadores de Tigre que practicaban con él. Atrás, con el número 8, el padre de Solana Camaño.Diego Maradona junto a jugadores de Tigre que practicaban con él. Atrás, con el número 8, el padre de Solana Camaño.En quinto grado descubriría el secreto. Un sábado de mayo de 2007 a la tarde, nos llevó a mi hermana Candela, a mis primos Francisco y Federico y a mí a ver Tigre-Aldosivi de local, ambos equipos del Nacional B. Queríamos ir a la cancha, pero ¿por qué a la de Tigre?

—Es el club donde jugué a la pelota —contó papá mientras manejaba.

—¿Como los jugadores de la tele?

—Algo así.

En Córdoba, Solana Camaño y su papá, el día que Tigre salió campeón.En Córdoba, Solana Camaño y su papá, el día que Tigre salió campeón.Estacionamos el auto sobre Avenida Perón y enfilamos hacia el micro escolar donde se vendían las entradas de papel en medio de la calle. Pedimos cinco plateas. Ese día, el Matador le ganó 2-0 al Tiburón. Para Candela y Francisco, fue un lindo recuerdo. Para mí, significó la apertura de una nueva identidad: a partir de entonces, sería hincha de Tigre.

Sí, de un equipo de la B.

Federico, papá y yo nos hicimos socios. Empezamos a ir a la cancha todos los fines de semana de locales. Todavía conservo ese carnet lleno de mugre entre el papel y el plastificado con una foto mía de la escuela, sonriendo de costado con el pelo rubio, largo y suelto; los ojos verdes e inocentes. Era el retrato de un inicio, de una nueva forma de vincularme con el tiempo, tal vez la más hermosa de todas: no hay nada tan despojado de pasado o futuro que un partido de fútbol mientras transcurre.

Antes y después de cada encuentro empezaba a recomponer, como si se tratara de un rompecabezas, nuestro museo familiar. Cuando era chico, mi viejo jugaba en las plazas de Florida, Vicente López, con pibes más grandes. Ahí se ganó el apodo con el que haría su carrera profesional más tarde: “Peti”, por petiso. A los 9, un vecino lo vio moverse y le propuso a mi abuela Marta llevarlo a una prueba en Platense. Ella dijo que sí. Quedó. Hizo las inferiores en ese club hasta los 14, cuando se incorporó al Matador. A esa edad también conoció a mi mamá. Se casaron 11 años después en enero, porque mi papá no tenía que jugar. La luna de miel fueron 2 días en Mar del Plata. Él tenía que volver a la pretemporada. Hoy siguen juntos.

Peti jugaba de cinco tapón. Era rápido. Terminaba siempre acalambrado a los 40 minutos del segundo tiempo. Como a tantos jugadores del Ascenso en esa época, el deporte nunca le dio de comer. A la mañana trabajaba en su fiambrería, a la tarde entrenaba y, a la noche, estudiaba Contabilidad. Nunca se recibió. A los 26 años se retiró en Almagro, después de tres operaciones en la rodilla por rotura de ligamentos cruzados.

Mi viejo se dedicó el resto de su vida a la gastronomía, pero mi abuela Marta nunca dejó de verlo como jugador. En los relatos de madres de futbolistas suelo encontrar un denominador común. Lo escuché con claridad en el de Diana, la mamá de Di María. En una entrevista, contó que cuando el papá de Ángel le dijo que era hora de dejar la pelota y retomar la escuela, ella se puso firme. “Un año más –pidió– Angelito es distinto”. La razón era sencilla: era ella la que lo llevaba a entrenar y veía jugar mientras su pareja trabajaba todo el día.

Mi abuela replicó ese aguante con mi papá. Lo siguió a todos lados, al grito de “Vamos, Carlitos”. Ya en Primera, detrás del alambrado, se enojaba cuando los hinchas lo insultaban. Para Marta, eso era un déjà vu: su hermano “Cacho” –Antonio Villamor– también había vestido la camiseta azul y roja. Primero, como jugador, y después, como técnico, logrando el ascenso a Primera en 1979. Su cara está en un mural del estadio.

Con Federico escuchábamos con atención. Gran parte de la biografía de los Camaño se había escrito en esas paredes. ¿Cómo no me habían llevado antes? ¿Por qué mi papá pasó 15 años sin volver a pisar la cancha?

En junio de 2007, Tigre jugó la promoción contra Chicago. El ascenso a la A se definía en Mataderos, tras una victoria nuestra de local. En mi casa insistí para ir, pero no querían que faltara a la escuela. A último momento, mi viejo decidió no asistir. El resultado es conocido. En el minuto de descuento, el árbitro cobró un penal para nosotros, que ganábamos 2-1. Hubo peleas entre los hinchas y la policía que se cobraron una vida: la de Marcelo Cejas. El partido se suspendió, la pena era grande porque había muerto una persona pero subimos a la máxima categoría.

Hoy puede llamar la atención, pero igual una marea de hinchas festejó en el Monumental de Victoria. Fue la primera y única vez que pisé el césped que habían rozado tantos años los botines de mi papá y mi tío abuelo. Corrí hacia el punto de penal. Desde ese pequeño aleph se me revelaron dos certezas. Una: el arco era mucho más grande de lo que pensaba. Dos: era nena, nunca podría jugar como ellos, pero sí ser periodista para contar los partidos del Matador.

Desde ese día, durante más de una década, cada vez que cumplía y soplaba las velitas, pedía el mismo deseo: ver a Tigre campeón con mi papá vivo.

Contra todos los pronósticos, el mismo año del ascenso, le disputamos el primer puesto del Apertura a Lanús. Al siguiente, integramos el famoso triangular con Boca y San Lorenzo. Pero lo mejor vendría en 2012, de la mano del Clausura que nos arrebató Arsenal y la final de la Copa Sudamericana contra San Pablo, en Brasil.

Fue en diciembre. Teníamos la plata para ir, aunque era ingenuo pensar que había alguna chance. “¿Y si ganamos y no estamos ahí?”, pensaba papá. “Esto no es matemática, es fútbol. Y como en la vida, puede pasar cualquier cosa”, decía.

En mi casa se creía muy poco en Dios, pero fuimos “por el milagro”. El resultado también es conocido por lo absurdo: el partido se canceló después del primer tiempo, cuando los brasileños iban 2-0 arriba. Un conflicto con la policía, que venía hostigándonos a los 2000 hinchas desde nuestra llegada al país vecino se encargó de arrebatarnos el sueño. Mi mamá se enteró por la tele y se asustó. En ese momento, yo tenía 16 años.

A la mañana siguiente, dejamos atrás el monstruo de San Pablo y nos fuimos a una playa cercana. Tomamos mate e hicimos lo de siempre: charlamos sobre fútbol. Como una clase, papá fue relatando desde su reposera la performance de Argentina en cada mundial desde el 78 al 2010. Entonces, ocurrió el verdadero milagro. Me contó, casi al pasar, que Tigre había sido sparring de la Selección Argentina de Bilardo en el 85 y el 86 y él tenía que marcar al mejor de todos. “Marcar” es un verbo generoso. Dice que con Diego Maradona no había forma de lograrlo.

En la única foto que le quedó de esa época se lo ve colándose detrás de dos jugadores de Tigre que posaban con Diego. Todos tenían la porra de rulos y los shorcitos bien cortos que se usaban en ese momento. Mi viejo no terminaba de comprender contra quién estaba jugando. No imaginaba que ese mismo hombre que los acompañaba a tomarse el micro y tomaba mate con ellos como si fuese uno más haría pronto la hazaña de la albiceleste más recordada por el resto de la historia: los dos goles a los ingleses.

Papá jura que esos muchachitos de Victoria algunas veces ganaban, y que Bilardo hacía repetir tiros libres y córners para torcer el resultado. No quería que se filtrara en la prensa semejante barbaridad. En el periodismo me enseñaron que habría que contrastar ese testimonio con otra fuente, pero no puedo. Le creo.

Lo que no le creí nunca fue lo que me respondía cada vez que le preguntaba si extrañaba el fútbol, después de que una artrosis de cadera lo dejara afuera de toda cancha.

—Jugué tanto, pero tanto, pero tanto a la pelota, que me puedo morir sin volver a hacerlo nunca.

En abril de 2019, Tigre hizo una campaña épica, con 8 encuentros sin derrotas. Por el promedio, no alcanzó: volvimos a la B. Papá no me miró ni dijo nada. Apagó la tele dos minutos antes de que terminara el partido decisivo y subió a bañarse.

Cuando bajó, lloré y lo busqué como una niña después de darse un golpe. Se rio. La frase siguiente me la guardaría para otros partidos sin pelota.

—No pasa nada, Solana. Hay que subir.

En julio ocurrió el siguiente milagro. Tigre llegó a la final de la Copa Superliga en el Estadio Kempes de Córdoba contra Boca. Junto a mi mamá, mi hermana, mi papá y mi primo fuimos en un micro que sacó el club. Cantamos junto a muchas otras familias las 10 horas de viaje. Las finales son lindas para todos, pero para quienes estamos acostumbrados a perder y sufrir se pone en juego mucho más. Algo indefinible, con pizcas de frustración y belleza, que pivotea entre la sed de suerte y de justicia.

A los 24 minutos del primer tiempo, González, el nueve, encaró por derecha y pateó al primer palo. El remate parecía fácil de contener. Al arquero se le escapó la redonda entre las manos.

Fue gol. Y nunca había gritado uno así antes.

Boca sintió el golpe y salió a buscar el empate. La tribuna azul y oro era un velorio. La nuestra, una fiesta. El pipa Benedetto erró una cantidad de tiros incontables. Pero como reza el refrán: los goles no se merecen, se hacen. Penal para Tigre. Convirtió Janson. A los 31 minutos, ya estábamos 2-0.

No recuerdo sensación semejante a lo que me pasó en el cuerpo el tiempo de partido que restaba. Si nos manteníamos arriba, nos volveríamos con nuestra primera estrella en la camiseta. Nosotros, un equipo humilde del ascenso, frente a uno de los mejores del país. No cerraba, pero podía suceder. Haber empezado ganando fue lo peor. Había que aguantar y faltaba mucho. Como decía papá, cuando te descuidaste un segundo, los grandes “te embocan”. La jerarquía se juega en esa capacidad. Empecé a balbucear, a concentrarme en mi respiración. No quería ilusionarme.

Entre esos tipos y yo había algo personal.

El 2 de junio de 2019, Tigre conquistó su única copa en Primera. Paradojas de este mundo: éramos campeones descendidos. Cuando sonó el pitazo final, no miré a nadie más de mi familia, corrí hacia papá y lo abracé. Entonces, recordé: esto no era matemática, era fútbol.

Y como a veces en la vida, pasó lo que tenía que pasar.

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Solana Camaño. Periodista, profesora en Ciencias de la Comunicación graduada en la UBA. Co-dirige el medio Feminacida. Condujo el programa de stream Sustancia X. Colabora en Las12 de Página 12 y publicó artículos en otros medios como Revista Anfibia, Tiempo argentino y Perfil. Es docente en escuelas secundarias. Antes trabajó en comunicación política y comunicación institucional. Le encantaría jugar bien al fútbol, pero como no lo hace, se dedica a leer ficción, escribir y enseñar.

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