Imaginemos a un escritor como Paul Auster. Cuando aún no era conocido partió desde Nueva York a París en una especie de viaje iniciático. Allí tradujo a Stéphane Mallarmé, a Jean-Paul Sartre y a Georges Simeon y se nutrió de la mejor vanguardia francesa que tanto aman los intelectuales. Luego, ¿fue en 1974?, regresó a los Estados Unidos y su carrera empezó a despuntar. ¿Alguna vez alguien leyó, hasta el momento de su muerte hace unos meses, que fue una derrota haber retornado a América?
No. ¿Eso se debe, quizás, a que una persona de un país próspero -intuimos- sale a explorar el mundo, a ampliar miradas pero sin la sensación de que abandona una tierra yerma, sin futuro u oscura, como catalogaba a nuestro país Ezequiel Martínez Estrada en su “Radiografía de la pampa”?
¿O será también por esa grisitud que todo nos tiñe e impulsa a hacer lo que no debemos, según canta Gardel en “Volver”: Y aunque no quise el regreso/ siempre se vuelve al primer amor. Acá aparece una Buenos Aires que imanta más allá de lo racional, que no se puede rechazar, que no acepta la indiferencia ni la voluntad de mantenerse en una cuerda lejanía.
Pero no importa lo que se diga: hay mucha gente que regresa luego de unos o de muchos años. No debiera verse como algo extraño: somos humanos, tenemos idiosincrasia, recuerdos, identidades. Y quien más quien menos siente que no se puede ser pleno en otro lugar en el que faltan las raíces. No se trata, cierto, de una fórmula exacta: hay argentinos que jamás volverían, otros que nunca partirían y -flotando- muchos que se van pero viven de saudades.
Lo malo no es irse ni regresar. Lo malo es el sermón de los que creen tener la verdad y juzgan. El índice de felicidad, si existe, no está dado en forma excluyente por una sumatoria de datos objetivos -ahí hacemos agua- sino por la armonía entre ellos y la esfera subjetiva: la sensación de sentirnos parte de algo mayor, de cobijo, de hablar un mismo código. Y solo cada uno sabe cómo funciona esa ecuación en su propia vida.