Sobreadaptados. No hace demasiado tiempo conocí esta palabra, quizás unos 15 años. Fue una especie de revelación: podía ponerle nombre a una conducta que me molestaba. Aquellos a quienes les decís que te gusta ir de vacaciones y te responden “A mí también”. Pero al rato viene alguien y comenta que se queda en su casa para estar calmo, sin tensiones y responden, esta vez, “Es lo mejor”. Personalidades flu que lo único que intentan es quedar bien.
Pero a menudo no es algo volitivo que se hace por hipocresía sino una necesidad de caer bien, de creer que estando en sintonía aparente con los otros tendremos un lugarcito más cercano. En el fondo, quizás se esconda un gran temor a la soledad: no disentir para evitar el conflicto y así no quedar de lado.
Muchos hemos tenido alguna vez esta forma de actuar. Cuando estaba en el secundario hubo una Semana Santa en que un grupo -los winner diríamos hoy- vendrían a casa. Pero luego me enteré de que para un par de días más tarde planeaban una nueva fiesta de la que yo no sabía nada. Te uso y te dejo. Hablé, les comenté mi malestar y me invitaron a la otra. Siempre me arrepentí de haberlo hecho. Tendría que haber cancelado la reunión en casa. Pero tuve miedo a eso, a quedarme solo.
Me propuse, después de esa noche, y sin conocer la palabra aún, no ser más un sobreadaptado. Si quieren estar con uno, enhorabuena. Si no vendrán otros y habrá oportunidades en diferentes grupos. De adulto se ve más sencillo pero en la adolescencia uno necesita aprobación de los demás y si no tiene una contención se deja llevar por lo inmediato, no por lo valedero.
Creo que a muchos nos ha pasado y no sería desacertado que el tema se aborde como debate en los colegios. ¿Qué significa actuar para lo ajeno en vez de para uno? ¿Tiene sentido, acaso? ¿O no porque al final lo aparente se desdibuja y siempre queda a la luz la pura verdad? A veces duele, sí, pero también duele a largo plazo no haberlo asumido.